martes, 28 de abril de 2009

Sofocando mi engaño con muy poca atención


Es la hora de sentarse a practicar. Carta a una señorita en París

Andrée, yo no quería venirme a vivir a (____) su departamento de la calle Suipacha. -No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, -pero quedate tranquilo que otras cosas te podrían pasar- el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo –ya sé algo parecido a esto o encima de lo otro, lograría hacer algo bueno- ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, -¿qué tengo pendiente para mañana? ¡ah! El libro de los ciclopes, En qué mesa quedaré- un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, - no conosco a nadie llamado así. que estás leyendo, sí es muy bueno- al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable -como estarán- tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, -A17- ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en –sólo para él existen las cosas- medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. –algo bueno o algo malo- que fue lo que quizo decir con eso. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y – que bien relata, aun así me estremece- su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafío me pase por los ojos… Me canso tartando de remediar lo inconciliable, aunque no bajan las probabilidades de hacerlo, pobre señorita Andreé.

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